Guillermo Prieto

POR: THELMA MORALES GARCÍA

Nació en la ciudad de México un 10 de febrero de 1818, de familia criolla, que habitaba en una localidad situada al oeste de la ciudad, mejor conocida como Molino del Rey, su padre don José María Prieto administraba un molino y la panadería anexa, y sus abuelos tenían una correduría de oro en El Parián, mercado situado en la Plaza Mayor –actual Zócalo capitalino–, él mismo nos dice que disfrutó aquella vida de infancia en la que jugaba con la pelota y la ilusión de volar, realizar expediciones con la ropa hecha jirones, la cachucha sin revés ni derecho; de sus primeros años recuerda: “…mimado de mis padres, acariciado de mis primos y gozando mi alma con las agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos apacibles y el bosque augusto de ahuehuetes, titanes de los siglos…”.

Su primer ensayo de oratoria a los siete años le dejó una profunda huella por el fracaso obtenido, pues para representar un sermón ante el altar de Dolores a petición de su abuelo don Pedro Prieto, quien invitó a una gran concurrencia a su casa para que escucharan a su nieto. El niño muy seguro al principio se distrajo y olvidó por completo el sermón lo que provocó la rechifla y los regaños “de esa tremenda derrota nace mi poca vanidad oratoria” nos cuenta Guillermo Prieto en sus memorias.

De sus hazañas infantiles, dos quedaron muy grabadas en su memoria y ambas relacionadas con la religión católica. La primera relacionada con unas monjas a las que lanzó toda clase de improperios y groserías, pues una de ellas momentos antes le había dicho algo al niño que le molestó y delante de sus padres se levantó a ofender a aquellas almas de Dios y sus padres avergonzados lo castigaron terriblemente. La segunda aventura tiene que ver con las confesiones de la Cuaresma y ante el sacerdote le dijo sus pecados “Acúsome, padre, que me robé unos quesos que le regalaron a mi papá, y le achacamos el robo a la criada.” Cuando le preguntó el sacerdote que él y quien más, Guillermo se levantó y en voz alta dijo “me lo robé yo y Lolita” una niña de su edad a quien señaló delante de todos, por supuesto volvió a avergonzar a su padre y a su cómplice.

Asistía a la escuela de Calderón, uno de los establecimientos de elite, “almácigos de los niños finos”, que había en la ciudad de México en ese entonces, el profesor Calderón enseñaba a los hijos de las personas más importantes de México, al finalizar las clases, jugaban en los corredores a el piso y el gigantón, la maruca y la tuta, la pelota, los huesos de chabacano, el trompo y el diablo y la monja. Muchos de ellos ya en desuso y algunos juegos que ni siquiera conocimos los niños de hoy.

Siendo ya un adulto, una frase que lo inmortaliza desde que estudiábamos la historia de México y nos narraban aquel acto heroico que Prieto tuvo al defender al presidente Juárez cuando intentaban asesinarlo, por ese temple y su enorme capacidad de oratoria logró detener a los soldados de una muerte segura y que pronunció para evitar que asesinaran a Benito Juárez: “Los valientes no asesinan”.

Sin duda Juárez le vivió eternamente agradecido y prueba de ello es la anécdota que relata Daniel Cabrera (fundador del periódico El Hijo de Ahuizote), donde describe que diecinueve días antes de su muerte, Juárez reunió a su familia con motivo de celebración del cumpleaños de su yerno y secretario Pedro Santacilia. Cuando más animada estaba la tertulia, Juárez alzó su copa y, dirigiéndose a su viejo amigo Guillermo Prieto, le dijo: “Guillermo, poco tiempo me queda de vida; toma tu copa y prométeme que cada año, en este día, cuando todos los seres más queridos de mi corazón estén reunidos, vendrás como hoy a recordarles quiénes fueron sus padres; háblales de Margarita y de mí, y del inmenso cariño que les hemos tenido; a excitarlos a que no nos olviden, a que tengan siempre presentes los consejos de la santa mujer que ya no existe. Hoy te lo pido porque es seguramente el último año que vivo, y si accedes a mi ruego quedo tranquilo, porque sé que cumplirás tu promesa”.

En el libro Memorias de mis tiempos”, Guillermo Prieto describe a modo de crónica todo lo que se vivía en la ciudad de México como el sábado de Gloria en Tacubaya: “De repente, se enciende la gran llama del cirio pascual; rásganse los velos de los altares; resuena el órgano y los cánticos de gloria; retumban los cañones; repican las campanas; truenan los judas entre ruidos de curiosos que se disputan, revolcándose, los panes, dulces, chorizos, etcétera, que arrojan los judas.” De las fiestas decembrinas escribe: “…son una ensalada de Nochebuena, en que hay lechugas, cacahuates y confites, con aceite, vinagre, frutas de la estación y sus labores de confites, canelones, rábanos y jícama.”

También en este libro habla de su gran amor, cuando conoció a una niña de doce años, que con el tiempo sería su esposa; su nombre era María Caso, él tenía dieciséis y aunque María provenía de una familia muy adinerada, él siguió pretendiéndola hasta que logró casarse con ella en 1840, tuvieron cuatro hijos y estuvieron juntos durante 29 años, hasta la muerte de María en 1869.

Prieto falleció un 2 de marzo de 1897 y debido a su fama y el cariño de muchas personas, el presidente Porfirio Díaz dispuso que se le sepultara en la Rotonda de los Hombres Ilustres, en el panteón de Dolores.

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