
Por: Rodolfo Munguía Álvarez
¿A usted no le ha pasado, perdido lector, encontrarse haciendo alguna actividad sin reparar que la hace porque también la hacían sus padres? La Semana Santa en particular, deberían ser “días de guardar”, en donde los creyentes podrían reunirse en oración y reflexionar sobre la vida de Jesús de Nazaret. Durante el siglo XIX y principios del siglo XX, muchas personas se reunían en sus hogares en esta semana y procuraban hacer meditación. Se guardaba un estricto luto, no había música, no se escuchaba la radio y en la época de la televisión, tampoco se encendía: un duelo por la muerte de Cristo. Los años pasaron y, a partir de la segunda mitad del siglo XX, este periodo de reflexión se volvió paulatinamente un periodo vacacional más, principalmente para salir de vacaciones con la familia. Muchos aprovechan para regresar a sus pueblos de origen, otros para ir a lugares y centros vacacionales y algunos más, deciden quedarse en casa. Particularmente, a mi padre nunca le gustó salir de vacaciones en Semana Santa y mucho menos a un lugar turístico, porque éste se abarrotaba de paseantes que absorbían todos los servicios, haciéndolo un viacrucis ―digno de la época― para poder desayunar, comer y cenar. En muchos destinos, en las albercas y playas se debía nadar de muertito teniendo mucho cuidado para evitar chocar con esta o aquella panza o, atropellar algún escuincle. Las playas de inmediato se coloreaban con llamativas toallas, enormes pelotas, vistosas suegras y coloridas sombrillas. También se podían encontrar hombres maduros con grandes vientres, enormes pareos, hombres jóvenes con diminutos trajes de baño y hermosas mujeres con bikini que llaman la atención de damas y caballeros por igual: “De seguro está operada…” y “eso es lo de menos…” es un diálogo que puede escucharse una y otra vez en cualquier playa o chapoteadero en esta época. Viajar en Semana Santa para los mexicanos se ha vuelto una tradición, que bien puede significar un peregrinar de un lado a otro tratando de encontrar un pequeño hueco para tomar el sol, desayunar o beber un coco con tanguarniz. Siempre con asombro preocupan aquellos que pasan toda una tarde bebiendo litros y litros de bebidas alcohólicas en la cantina de la alberca, sin salir a hacer pipí ni una sola vez (¡¿?!) También hay quienes prefieren salir con la familia ampliada y convocan hermanos, cuñados, padres, suegros y sobrinos… y, sin revisar el automóvil o la camioneta más amplia de la familia, se aventuran en nuestras carreteras en largas travesías que terminan a menos de diez kilómetros cuando, el arca decide no seguir su paso y Noé, junto con el más metiche de sus marineros, optan por abrir el cofre como si de mecánica supieran. Hay quienes deciden rentar un autobús y creen buena idea regatearle el precio al chofer, consecuencia que pagarán de la misma forma que Noé y su arca, a quienes dejaron kilómetros atrás. Los aeropuertos, no por más exóticos se libran de problemas, aunque aquí las jirafas, los caballos, las suripantas y uno que otro viejo buey van más perfumados y engreídos. Por razones como estas, he seguido la tradición de mi padre de llevar mejor a la familia al teatro, al cine, ver películas en casa y comer en algún lugarcito cercano y prácticamente vacío: mientras nuestras playas se han vuelto un Iztapalapa, la ciudad se goza sin tráfico y con mucho mejor semblante. Así, déjeme platicarle que en estas vacaciones, estoy escuchando el podcast de León Krauze titulado: “Historias perdidas” y, si aún no lo ha escuchado, es una buena opción para andar de pata de perro en estas vacaciones. Platíqueme con Apertura Intelectual qué hace o qué le gustaría hacer esta Semana Santa en mi correo electrónico: lector.frecuente@gmail.com, y lo invito a seguirme en Twitter como @GloopDr.
¡A votre santé, monsieur!
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Muy buen artículo, digno para reflexionar
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