
Por: Rodolfo Munguía Álvarez
¿A usted no le ha pasado, empático lector, estremecerse cuando se pone en los zapatos del otro? Tuve la oportunidad de asistir a una primaria y secundaria en donde afortunadamente convivimos de cerca con algunos compañeros con algún grado de discapacidad, eso permitió que muchos de nosotros lejos de acostumbrarnos a la discapacidad, la normalizáramos y las volviéramos parte de nosotros, de nuestro entorno cotidiano, con lo que dejó de representar algún tipo de asombro. A nuestros compañeros les dábamos el mismo trato y consideraciones que a cualquiera de los demás y eso, siento que también les ayudaba a ellos, a olvidar por un momento que eran personas especiales, como para sus padres y familia, para volverse uno más, como cualquier otro. Al escribir estas palabras no se imaginan el estrés que me genera, porque en la actualidad la sobrecorrección política podría hacerme de enemigos —literalmente— si pongo el adjetivo incorrecto o la palabra fuera de uso, porque, en la actualidad hemos convertido muchos asuntos como estos, en temas controvertibles. Por otro lado, si bien nadie en sus cinco sentidos podría defender el acoso escolar o “bullying”, de alguna forma he llegado a pensar que tenía cierta utilidad social al servir como una especie de “estandarizador” de carácter. Cuando alguno del salón se salía de los parámetros, la crítica de sus iguales le hacía volver al camino y, si éste insistía, entonces debía aprender a lidiar con la crítica, a defenderse (incluso a puñetazos) o a ignorar a sus compañeros hasta que ellos se cansaban, acostumbraban y lo normalizaban. Lo vivimos todos, en mayor o menor medida, de uno, o del otro lado. Mis amigos aún no olvidan el día que llegué de corbatita de cuero a la escuela. Fue un viernes. Pero es fecha que no se les olvida, durante un tiempo me trajeron frito, ni modo. Pero esas competencias, las de aprender a defenderte y a hacer caso omiso de la crítica destructiva, creo que se están perdiendo y, si alguna vez leyó la serie de cómics de “Memín Pinguín”, de Yolanda Vargas Dulché (1943), sabrá a qué me refiero. Ya hay algunos textos que denominan a esta generación como “generación cristal” porque con cualquier cosa se rompen. Pero no me malinterprete: sigo y seguiré haciendo votos por el respeto, por ello, preferiré siempre una generación cristal a una de víctimas y victimarios, solo que no dejo de pensar en las consecuencias de convivencia social que surgirán en el futuro: sé que será un avance social, claro. Finalmente recuerden que aquí escribo con Apertura Intelectual con el objeto de provocar en usted alguna posición. Esta columna se la dedico con mucho cariño, admiración y respeto a todas aquellas personas que viven día a día con alguna discapacidad, no sin antes reflexionar públicamente si el prefijo dis- que nos remite a “contrariedad”, “dificultad” o “anomalía” no debería ser sustituido por el prefijo súper- para referirnos a estas personas que tienen que potenciar todas sus capacidades para salir adelante. Porque creo que la verdadera discapacidad la tienen los otros, los que desde su “normalidad” les dan un trato diferente, se estacionan #TantitoAlFinNoMeTardo en los lugares destinados para ellos, frente a sus rampas o quienes simplemente, los utilizan para enaltecer su imagen y ganar algún tipo de favor o votos. Por favor, no se quede con las ganas y platíqueme con Apertura Intelectual qué piensa sobre este tema, en mi correo electrónico: lector.frecuente@gmail.com y lo invito a seguirme en Twitter como: @GloopDr, sobre todo, si le gusta escribir.
¡A votre santé, monsieur!
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