
Por: Rodolfo Munguía Álvarez
¿A usted no le ha pasado, cosmopolita lector, sentir especial orgullo por aquel lugar en donde nació, tanto que aun cuando usted sabe que podría no ser el mejor lugar del mundo ¡nadie tiene porque hablar mal de su tierra!? Pues déjeme confesar que yo soy chilango a mucha honra, y por este simple hecho me discriminarían en algunas partes del país pero, si lo piensa bien, esto es absolutamente innecesario (pueden discriminarme por otras cosas, pero ¿por eso?). Algunos del norte piensan que son mejores que en el resto o, hay personas del sur que están convencidas que ahí son más alegres y del centro quienes juran que lo tienen todo y esto, no es más que una absoluta payasada. Cada uno podría hablar de su propia tierra por horas y horas, yo podría escribir en este espacio sobre algunos aspectos de mi tierra, columna tras columna y eso, solamente indicaría familiaridad, gratitud y cariño a mi lugar de origen. Soy un buen chilango, orgullosamente toluqueño, oriundo de Metepec, con sangre jarocha y según me cuenta mi padre, tengo sangre española (porque alguno de nuestros antepasados se almorzó un misionero que venía en una caravana evangelizadora). En la actualidad usted, que es de Jalisco, podría llevarse una grata sorpresa al enterarse que su sangre es la mezcla de abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, choznos y pentabuelos… nacidos en diferentes estados de la república. Hay pequeñas diferencias en la subcultura de cada una de las regiones, e incluso dentro de las mismas entidades que hacen disímiles a las personas de Huixquilucan, que a las de Temascaltepec, Estado de México, o de las de La Paz que a las de Loreto, Baja California… pero son justo esas diferencias las que nos hacen un país rico en cultura. Y también es muy agradable conocer personas de otras partes del mundo y aprender sobre sus costumbres y tradiciones: cuando un deportista se gana una medalla, batea un jonrón o mente un gol vistiendo nuestra playera nacional, en ese momento y por breves instantes todo México es uno mismo. Cuando yo era niño, el país era así, unido: los niños admirábamos a Hugo Sánchez, Julio César Chávez, Fernando Valenzuela… porque nos representaban a todos. Cuando niño, México era uno solo y ni que decir cuando dos mexicanos se encontraban en el extranjero, porque dejaba de importar si uno era de Cananea, Sonora y el otro de Palenque, Chiapas. Los premios Nobel obtenidos por Octavio Paz y Mario Molina los festejamos todos. La medalla de Ana Gabriela Guevara, los cuadros de Frida Kahlo o los reconocimientos a Yalitza Aparicio han dejado de tener “entidad” para volverse del país entero. Mi ciudad favorita es, la ciudad de México, mi comida favorita está en Yucatán, mis playas favoritas son las de Quintana Roo, mi gente preferida está en Jalisco, la entidad que más admiro es Nuevo León… y me gustaría vivir en París, trabajar en Inglaterra o vacacionar en Sicilia. Así me puedo seguir hojas y hojas porque, como cantaba Facundo Cabral: “No soy de aquí, ni soy de allá, no tengo edad, ni porvenir y, ser feliz es mi color de identidad…” Platícame, ciudadano del mundo, qué es lo que más le hace sentir orgullo de su tierra y de cuántos lugares distintos deriva su historia, escribiéndome a: lector.frecuente@gmail.com y ya sabe: le invito a seguirme en mi Twitter: @GloopDr y más, si le gusta escribir. Antes que se me olvide: existe en el país una discusión bizantina que me hace mucha gracia, con relación a si las quesadillas forzosamente deben llevar queso. Pero créanme: esa disputa a los chilangos nos es intravenosa, siempre y cuando estén, pa’ cuando nos dé hambre.
¡A votre santé, monsieur!
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